PRIMERA PARTE
Noviembre de 2012
·I·
En la calle hacía frío y
el viento que subía desde el mar despejaba de transeúntes las aceras. Era un
atardecer verdaderamente desapacible, aunque hacía tiempo que Julio apenas
reparaba en ciertas cosas. Ya no le molestaba la lluvia pertinaz y habían
dejado de alegrarle los días especialmente luminosos.
Les Corts era uno de los
pocos barrios que apenas conocía, nunca le asignaron esa ruta, pero no tardó el
localizar el portal en el que se hallaba la consulta de Samantha Damon, muy
cerca del Camp Nou y del edificio de la Maternitat, en un inmueble de cierto
porte venido fatalmente a menos. Buscó entre la hilera de ventanas de la
segunda planta, pero nada permitía distinguir unas de otras. Se alejó.
Había salido de casa
demasiado pronto y necesitaba dejar correr el tiempo hasta bien entrado el
anochecer. Tenía dos horas de vacío por delante. Dos horas que pensaba dedicar
por completo a intentar serenarse y a comprender la razón por la que estaba
allí, a punto de consultar a una médium. Algo que años atrás le hubiera
parecido un verdadero disparate propio de personas fáciles de engatusar.
Localizó un bar junto a
una plaza pequeña y recogida a pocas manzanas. Ni un alma en los bancos y solo
un par de madres custodiando de cerca a sus criaturas junto a los modernos
columpios de colores. Una de ellas saltaba sobre sus pies para alejar el frío,
la otra apremiaba a su hija que se demoraba en el balancín y no parecía tener
ninguna prisa por llegar a casa. Pidió un whisky.
Lo necesitaba. Ya habría tiempo para aparcar el alcohol. Uno no puede luchar a
la vez en todos los frentes.
Quizás la médium, la mujer
clarividente, la que aseguraba tener la facultad de hablar con los muertos y
conocer el paradero de los desaparecidos, fuera la clave. Lo esperaba todo de
ella, demasiado bien sabía que no podía esperar nada de nadie más. Era su clavo
ardiendo.
La experiencia televisiva
había sido un verdadero fiasco y el interés de la prensa, que volvió a ocuparse
de Noemí en el tercer aniversario de su desaparición, tampoco había aportado
nada nuevo. Por otra parte la policía había investigado el asunto de la
gasolinera aragonesa y había contrastado sin éxito los datos proporcionados por
las numerosas asociaciones integradas por familiares y amigos de personas que
parecían haberse desvanecido y de las que Julio era un miembro activo. Por el
momento todo esfuerzo había sido en vano. Incluso los detectives privados
habían abandonado recientemente el caso, incapaces de hallar nuevos indicios.
Julio llevaba casi tres
años viviendo como en una cripta. Marisa, su mujer, permanecía ausente en todo
momento, perdida en una consoladora duermevela inducida. Fármacos para dormir y
para despertar, para moverse y para quedarse quieta, para alejar la angustia y
para sentirse viva solo a medias. Nunca demasiado viva. Se sobreponía a los
días infinitos y a las eternas noches, siempre olvidada de sí misma.
Completamente extraviada. Casi un espectro. Una sombra. Una mera presencia que
a veces, en un descuido, requería en voz alta la presencia de Noemí para poner
la mesa o retirar la ropa del tendedero. Una frágil presencia que rompía a
llorar hasta ingerir la píldora siguiente, cerrar los ojos y esperar.
Por el contrario, Yolanda,
su hija mayor, llevaba meses, años quizás, haciendo cuanto podía por escapar de
un piso diminuto y habitado por fantasmas. Ocupada en mil cosas, Yolanda
regresaba diariamente tarde, muy tarde. Saludaba a sus padres, cenaba deprisa y
corriendo y, con cualquier pretexto o sin él, se confinaba en su cuarto y no
volvía a salir. Julio sabía que Yolanda no podía soportar tanto dolor como se
escondía en cada uno de los rincones de aquel piso que siempre resultó pequeño
y que, de un día para otro, se quedó grande. Muy grande. Un enorme y desolado
páramo de sesenta metros cuadrados cuyos ocupantes habían perdido todo interés
por encontrarse.
Y siempre aquella
enloquecedora sensación de encontrarse en un callejón sin salida. Siempre,
siempre, siempre aquella obstinación que lo consumía, aquella nula disposición
a darse por vencido. Aquel puto empeño imposible que no concedía tregua ni
perdonaba.
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