Despedimos
Agosto igual que lo saludamos, con un relato negro.
Y no cualquier relato. Con el ganador del último premio
Ángel Luis Mota , que recayó en Silvia de la Fuente Migallón ,
estudiante de 1º de Bachillerato (pronto segundo) del Instituto Alfonso VIII de
Cuenca.
Felicidades
a la autora y su familia, esperamos veros
pronto por las Ahorcadas.
“CULPABLE”
Una estrella de seis puntas adorna, como es ya habitual, la mano
derecha del cuerpo que yace muerto en el suelo del callejón en una postura
macabra. El asesino ha vuelto a atacar y, como siempre, ha dejado su señal.
Sabe que llevamos detrás de él varios años y encima tiene la poca vergüenza de
reírse de nosotros marcando a sus víctimas.
No hay restos de sangre, nunca los hay. Todas son muertes silenciosas y
limpias. Me gustaría decir que también son indoloras, pero de esto ya no estoy
tan seguro. No sé si será del todo agradable que una sustancia que has ingerido
te comience a destrozar el organismo por dentro, empezando por las cuerdas
vocales para que no puedas gritar, hasta terminar con el corazón, pero eso sí, dejando
intactos los huesos y la piel para que parezca que solo estás plácidamente
dormido, aunque tu cuerpo en realidad esté vacío y tu pecho no suba y baje como
hace cuando sueñas.
Miro la cara de la joven víctima antes de que la tapen con una de esas
inmaculadas sábanas blancas. Inocente muchacha. Se ha fiado del primer tipo que
le ha dado algo de beber, sin saber que en esa copa encontraría su muerte. En
cierto modo es culpa suya. ¿Nunca le han dicho que no hay que fiarse de los
extraños? Quizás es un castigo demasiado fuerte por no saberse la lección, pero
le ha tocado un profesor tan cruel como es la vida y que no perdona una sola
falta en sus clases.
Me quedo con unos cuantos compañeros del Cuerpo de Policía para ver si
encontramos alguna pista, algún indicio de adónde puede haber huido el
criminal. Siempre siento que nos observa, que está mucho más cerca de nosotros
de lo que podríamos ni siquiera imaginar; sin embargo, nunca hallamos nada, ni
una huella, ni un ruido delator, ni una mirada en mitad de la noche.
Volvemos al cuartel. Me encierro en mi despacho y comienzo a anotar los
datos de la chica junto al resto de víctimas de este asesino. El fallecido de
más edad apenas llegaba a los treinta años. Me pregunto por qué tan jóvenes,
aunque supongo que la respuesta es sencilla: son más fáciles de engañar.
Mientras divago sobre el tema comienzo a dibujar en un papel, dejando libre mi
mente y mi imaginación. No soy consciente hasta que termino de que he llenado
la hoja de estrellas de seis puntas.
Ya de madrugada vuelvo a mi casa. Hoy ha sido un día duro. Antes de
tumbarme en la cama junto a mi mujer y esperar a que los rayos del sol me
despierten de nuevo por la mañana para comenzar otro fatigoso día, paso por la
habitación de las niñas.
Los únicos indicios de que hay alguien en el cuarto son las suaves y
tranquilas respiraciones que se oyen y los dos pequeños bultos que hay en cada
una de las camas. Si no conociera mi propia casa, aseguraría que las mantas que
las cubren son negras, pues es el único color que percibo ahora mismo. Sin
embargo, sé que en cuanto la luz inunde la habitación, los colores vivos y los
dibujos florales alegrarán esta siniestra estampa. Me interno en la sala y me
acerco a la mesita de noche. La alfombra amortigua mis pasos y agradezco que me
ayude a mantener el silencio del lugar.
Miro a las niñas, tan pequeñas… Pienso en el asesino: siempre víctimas
jóvenes. No puedo evitar imaginar que mis hijas pueden ser las siguientes, que
un criminal tan cruel no tendrá reparos en que la próxima persona que diga
adiós a su vida sea tan solo una niña. Antes preferiría morir yo que tener que
sufrir con la pena de ver desaparecer a mis seres queridos y mucho más si se
trata de mis pequeñas.
No puedo seguir pensando en esto, así que salgo del dormitorio y huyo
hacia la cocina. “Un buen vaso de whisky me ayudará a calmarme”. Es lo que
pienso mientras busco la botella en la estantería. Cuando la encuentro, vacío
todo el contenido que le queda en un vaso y doy un trago.
A pesar de todo, no consigo apartar de mi mente la atroz posibilidad de
que el asesino venga a por mis hijas, porque al fin y al cabo llevo detrás de
él casi una década y, además, lo conozco demasiado bien como para saber cuáles
serán sus próximos actos. Sé que después de tanto matar, acabará por volverse
loco y sus crímenes dejarán de estar tan bien organizados como hasta ahora.
Empezará a envenenar indiscriminadamente y al final ya no distinguirá amigos de
enemigos, familia de desconocidos. Acabará matando a sus seres queridos, no sin
antes matar a los de otra mucha gente ajena.
Sin embargo, también sé qué pensará sobre todo esto y que, si tiene
algo de sentido común, como creo que todavía tiene, preferirá matarse a sí
mismo antes de sucumbir a los encantos de la locura.
Por eso, cojo el vaso con el alcohol y busco un rotulador permanente.
Azul, negro, rojo… La verdad es que me da igual. Lo destapo y me pinto una
estrella de seis puntas en la mano derecha. La costumbre hace que me quede
perfecta. Saco del bolsillo interno del abrigo una de las pastillas que me son
ya tan familiares y la echo en el vaso. Veo cómo, en contacto con el líquido,
la pastilla se deshace con rapidez y en unos pocos segundos no queda rastro de
ella.
Apuro el contenido del vaso hasta la última gota y noto cómo el veneno
hace efecto inmediato en mi garganta. Sí, es una muerte silenciosa, pero no
creo que se pueda sentir un dolor mayor que este.
Me dejo caer en el suelo, despacio, bocarriba, como siempre deja el
criminal los cuerpos de sus víctimas, como siempre dejo yo los cadáveres de la
gente a la que robo la vida.
Con mis últimas fuerzas miro de nuevo a la habitación de las niñas.
Ellas serían las siguientes, pero nunca me permitiría hacerles daño a mis
hijas.
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