Así se titula este delicioso cuento de Ana Martínez, la
negrita de los mil apodos, con el que inauguramos esta nueva y esperamos larga sección
de relatos criminales, todavía sin título.
Porque vosotros seréis quienes lo bauticéis, así que espero
vuestros nombres en los comentarios.
Muchas gracias por la iniciativa, Subira.
Y que cunda el ejemplo en la tribu, que un relato mensual,
no estaría nada mal.
ENCUENTRO CRIMINAL
“El IV Encuentro Criminal de Las Casas Ahorcadas tendrá lugar este fin
de semana en Cuenca. Más de una veintena de escritores se alojarán en el
Seminario Conciliar, recientemente transformado en hotel”. Leí de nuevo la
noticia sin pestañear mientras notaba que un sudor frío me erizaba la piel y
una bilis amarga estallaba en mis entrañas. Cuando sentí la llamada y decidí
emprender el hermoso camino de servir a Dios, nunca pensé que me vería obligado
a servir a pecadores. Acepté de mal grado ser el recepcionista del nuevo hotel
porque nunca desobedecí una orden de mis superiores. Me flagelé durante más de
10 días tras el Primer Encuentro Interprovincial de Coros, que hirieron mis
oídos con cantos sacrílegos durante tres días seguidos. Apreté fuertemente mi
cilicio durante el Encuentro Internacional de jóvenes cristianos, lleno de
mozalbetes vistiendo con ropas pecaminosas que incitaban al pecado. Pero,
escritores, eso nunca. Y menos de Novela Negra. Todo el mundo sabe que esas
ratas inmundas son el ejemplo del pecado, criaturas cegadas por el demonio,
condenados a la pereza, la lascivia y la embriaguez.
Entonces sonó el timbre del
portal. Llegaba el primero. Me alisé la sotana y puse mi mejor sonrisa mientras
abría la puerta a un tipo nauseabundo. Debía rondar la cincuentena pues pintaba
canas, vestía totalmente de negro y todavía olía al cigarro que acababa de
tirar en la puerta. Podría considerarse un tipo atractivo. O eso, al menos,
debía pensar la muchacha que le acompañaba. Una chica varios años más joven que
él, sin duda. Probablemente su amante. También vestida de negro y atractiva,
aunque con unas caderas demasiado anchas. Les indiqué con toda la amabilidad
que mis vísceras me dejaron el camino a su habitación. Subieron abrazados,
riéndose, susurrándose al oído guarrerías, probablemente. Cuando llegaron a la
habitación, no podían sospechar que yo había llegado primero. Ventajas de una
vida en el Seminario, recorriendo los laberintos y los pasadizos que nadie
conocía. Les esperé bajo la cama y mientras él penetraba en ella, salí silenciosamente y les clavé el
crucifijo. Entró en sus pieles como una navaja, desgarrando el pecado de la
carne.
El reguero de sangre que salía de
la puerta del Seminario alertó a la policía. Pero cuando llegaron, no quedaba
ninguno de esos hijos del demonio. Amontonados, a los pies de Jesús nuestro
señor, se encontraba una veintena de autores. Y en la estatua de la Virgen
María, mi cuerpo, abrazado por sus santas manos. Reí a carcajadas. Lo último
que vi, antes de marcharme al paraíso, fue un muchacho ciego, llorando. No
podía ver mi obra, pero la olía y la sentía. Encuentro criminal, sí, pero más
rojo que negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario