—¿Lo
conoces? —me preguntó tendiéndome un papel con un nombre escrito.
—Also
Hernández de Avellanera —leí. Me costó descifrar la letra. Estaba escrito a
vuelapluma, y no precisamente con una bien afilada.
—Alonso
Fernández de Avellaneda —me corrigió—. ¿Lo conoces?
—¿Debería?
—¿Es
que no tienes amigos escritores? —preguntó inclinando un poco la cabeza.
Su
mirada no presagiaba nada bueno. Los ojos se le almendraron y sentí que Damián
se agitaba inquieto detrás de mí.
—Alguno
—respondí sin mucha convicción—, pero no. No he oído hablar nunca de
Avellaneda. De todos modos, usted conoce a más escritores que yo. De hecho, la
mayoría de los que conozco ha sido a través suyo.
Don
Francisco me miró con cara de cansancio, parapetado detrás de sus negras cejas.
Después de dudarlo un poco, continuó.
—Éste
no es un autor famoso, ni siquiera con futuro. Es basura.
—Entonces…
¿Qué interés tiene en él?
—Me la
ha jugado. Ese hijo de perra me la ha jugado. Me ha jodido, ¿entiendes? Jodido.
(…)
—Ese
tal Avellaneda, un hijo de mala madre, acaba de publicar un libro que se
titula… adivina.
—Ni
idea —respondí alzando los hombros con desgana. Si esperaba a que lo adivinase
podíamos pasar allí toda la noche.
—La Segunda parte del ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha —dijo casi escupiendo las palabras.
(…)
—¿Y qué
pinto yo en todo esto? —pregunté incómodo.
Robles
pareció reflexionar. Por fin, dijo:
—Quiero
conocer a ese Avellaneda.
—¿Quiere
hablar con él?
—Quiero
que lo encuentres y me lo traigas —dijo recalcando las palabras. Sentí un
escalofrío. Su mirada permaneció fija en la mesa. Algo me dijo que no era
conversación lo que buscaba el jefe.
Ladrones
de tinta, Alfonso Mateo-Sagasta.
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