Los misterios de La gata Holmes, Jiro Akagawa.
Por Sergio Vera Valencia.
Reseña originalmente publicada en Elemental, el blog de
novela negra de El País.
Desde pequeño,
siempre he odiado al inspector Gadchett.
Me tocaba
mucho las narices (por no decir bastante más abajo) que nadie en toda la
puñetera serie se diera cuenta de que le faltaba un verano y dos o tres
inviernos. Que todos pensaran que ese retrasado (¿cómo podía tener tantos
chismes y tan pocas luces?), desbaratara él solito todos los malvados planes
del tío raro ese de la mano de metal y el gato blanco que daba grimilla, cuando
los que le sacaban siempre las castañas del fuego eran su sobrina la coletas y su superperro
naranja.
Por eso, al
principio La gata Holmes me tiró un poco para atrás. Porque al principio el
detective Katayama, sin ser tan lerdo como el inspector multiusos, no era un
lumbreras precisamente.
De hecho, se
nos presenta como un policía sin actitudes ni aptitudes, sin vocación ni
intuición. Un investigador sin instinto que se marea con la sangre. Un tipo incapaz de hablar con las mujeres, al
que su tía trata de citar con chicas de
buena familia para ver si lo coloca.
Por suerte,
eso es sólo al principio, porque luego, el bueno de Katayama se destapa como un
investigador sagaz y un personaje con el
que terminas encariñándote, cuando le encargan vigilar la residencia de una
Universidad femenina de Tokio. La residencia donde vivía una chica
recientemente asesinada. La misma donde se sospecha que algunas de sus
estudiantes están ejerciendo la
prostitución.
Y claro, como
suele ocurrir en estos casos, y nunca mejor dicho, pronto empezarán a sucederse
los misterios y los fiambres.
Misterios como
el de la desaparición de todo el mobiliario de una sala de la residencia.
Y fiambres como
el decano, que un buen día amanece desnucado en una habitación cerrada a cal y
canto por dentro.
Ya, no hace
falta ser John Verdon para saber lo que
estáis pensando. ¿Qué carajo tiene esto
que ver con el gabacho de los dibujos?
No mucho, en
realidad. Solo que el difunto decano tiene una gata con más olfato que el
sabueso, e irá dando pistas a Katayama para resolver el asesinato de su amo, el
misterio de habitación cerrada más
original que he leído Nunca.
Porque sí,
amigos, por si todavía no lo habían sospechado, estamos hablando de una novela
enigma. Una de esas deliciosas historias policíacas repletas de sorpresas y
vueltas de tuerca, que pese a la inusitada inteligencia del felino, no llega a
caer en la inverosimilitud (al menos, no más que los clásicos del género) y
juega limpio con el lector, sin escamotearle datos ni tenderle pistas
falsas (al menos no más que al propio
detective).
Un misterio
que me ha hecho disfrutar como un enano y recordar a ese enano que se leía de
tirón las novelas de Agatha Christie.
Pero no sólo eso. Porque además de una absorbente
trama que te mantendrá pegado a sus páginas (y prometo que ni es una forma de
hablar, ni es sencillo lograrlo con el que suscribe), la obra tiene momentos
cargados de humor (algo peculiar, dicho sea de paso) y un personaje carismático
como pocos: la gata que da título a la novela.
Y es que, es
increíble la fuerza narrativa de este minino, pese a que ni habla ni apenas aparece. Porque cada vez
que entra en escena (algo que estaremos deseando) logra, sin dejar de actuar
como un animal, resultar más humano y perspicaz que la mayoría de los
detectives que me vienen ahora a la mente.
Por eso, no me
extraña que Holmes sea uno de los personajes más queridos del género en Japón,
donde esta prolífica serie, que lleva la friolera de cuarenta y siete entregas,
es un auténtico fenómeno, con millones de ejemplares vendidos y adaptaciones al
cómic, la televisión y los videojuegos.
En resumen, si
te gustan las novelas de misterio a la antigua usanza, y te apetece pasar un
buen rato sin buscarle tres pies al gato, no lo dudes, llévate a Holmes a casa.
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