por Fermín Cañizares.
William
McIlvanney nos presenta el perfil de algunos de los habitantes de Escocia, y
dentro de ella, nos da a conocer la ciudad de Glasgow, o mejor dicho el
conjunto de comunidades diferentes que componen ésta.
Acompañando
al inspector de policía Laidlaw, encargado de resolver el caso de la muerte de
Jennifer Lawson, asesinada en un parque de la ciudad, el autor nos va mostrando
varios Glasgows.
El
carácter de algunos de los protagonistas que aparecen en la novela, parece como
tallado en materiales rocosos, con un buril con gran capacidad de corte y que
aguantan inalterables el paso del tiempo sin evolucionar.
Nos vamos encontrando con una forma de
enfrentarnos a la violencia, con poca o nula comprensión de los sujetos
implicados en ella, tanto por parte de la sociedad en general, como de las
instituciones del Estado encargadas de su tratamiento.
William
McIlvanney nos dirige hacia la influencia que ha tenido la educación, o educaciones,
de las religiones protestante, y católica a lo largo de los siglos en las distintas
comunidades de la ciudad, que incluso en los equipos de fútbol se manifiesta.
Una
ciudad, Glasgow, marcada por una supervivencia difícil. Una ciudad industrial, donde
las condiciones sociales y laborales durante muchas generaciones, fue durísima.
Nos
muestra la intolerancia a los otros, la perpetuación de lo socialmente
aceptado, aunque no deje de ser más que un conjunto de normas hipócritas, entrando
en el tema de la homosexualidad en una década en que todavía no era fácil.
Laidlaw
ante estos hechos nos plantea una visión menos represiva, y nos dice que en
este mal mundo que Dios nos ha dado, muchos de los personajes, que caen en lo infraumano,
podrían salvarse, si se llegara a la raíz de las cosas, y ahí tratarlas.
En esta lucha, Laidlaw
se encuentra sólo, como Don Quijote contra Los Molinos de viento; Y nos viene a
sugerir, que con otro tipo de Educación, este mal mundo podría ser un poco
menos malo.
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