Un pedazo de SUBSUELO ...
Un día, el día siguiente a la llamada,
antes de la cena, recibió un sms. El número era sólo un número. No tenía
nombre. Pero era Ramón. Aunque ella no lo supo hasta que leyó Perdona lo de
anoche. Estaba enredando en su agenda y he marcado sin querer. Lo siento mucho.
No volverá a pasar. Ramón. Y quiso responderle Eres un gilipollas. O mejor,
Hostia puta, eres un subnormal de mierda. Pero no lo hizo. Ahora que empuja la
silla de Fabián por el camino de tierra no lo recuerda pero en ese instante, después
del primer arrebato, sintió pena. Y enseguida culpa. Y fue la primera vez que
sintió pena porque culpa sentía todo el tiempo. Y casi todos lo sabían. Lo
sabían sus padres y lo sabía la psicóloga y lo sabía su amiga Pepa y el que más
lo sabía era Fabián. Esa noche hizo como que cenaba. Hizo como que estaba
cansada. Apenas probó bocado y se acostó. Esa noche, su hermano intentó
despertarla. Y en algún momento descubrió que ella había estado llorando: el
contorno de los ojos, la almohada, el modo en que aparecía acurrucada debajo de
las sábanas y el edredón. Puede que Fabián se haya preguntado el porqué. Puede
que tras la inútil insistencia él haya soltado un insulto antes de marcharse.
Puede que ni siquiera haya vuelto a taparla. Ni con las sábanas ni con el
edredón. Puede que parte de la cintura de Eva haya quedado desnuda, con el
elástico del pijama expandido por su cadera. Cualquiera de estos detalles
serían irrelevantes de no ser porque esa noche, sin que ninguno de ellos lo
supiera, los engranajes de la desgracia habían vuelto a ponerse en marcha.
No se lo dijo a
nadie. Ni el episodio de la llamada perdida ni el sms del día siguiente. Ni a
su madre ni mucho menos a su hermano. Ni siquiera a Pepa. Aunque Pepa le
contara todo: vida y milagros de sus idilios y sus líos, siempre con pelos y
señales, e insistiera, cuando se terciaba, en preguntarle con quién lo había
hecho ella. Ahora que se han detenido entre la hierba alta del sendero y Fabián
bebe agua a morro delante mismo del tronco que les impide continuar, no lo
tiene presente pero a menudo maldice haberle dicho a Pepa que ya no era virgen.
Maldice haberle dicho Con uno que no conoces ni vas a conocer porque no quiero
verle más, porque se ha portado como un cabrón, y ya está. A menudo, Pepa le
pregunta si ese chico es algún chico del instituto. Venga, hombre, suele decir
Pepa. Y enseguida pregunta Es alguno de estos payasos, a que sí. A menudo,
maldice tener que mentirle a su mejor amiga. Tener que decir Déjalo ya, Pepa.
Que no me da la gana hablar de eso, coño. Pepa sabe del accidente lo que sabe
todo el mundo. Sabe, porque esas cosas son fáciles de apreciar, el terror de la
tragedia y las secuelas que enseña el después. Lo que queda y lo que se ve y lo
que se percibe o intuye. Sabe lo que le contó Eva. Y lo que le contó su propia
madre, que alguna vez habló del tema con Mabel. Sabe lo que sabe todo el
instituto, desde la directora hasta el que limpia los retretes, es decir: nada,
o poco, o la verdad matizada. En casos así, la mentira encubierta se mantiene a
salvo sin mucho esfuerzo. A menudo Pepa no puede evitar mirarle la cicatriz,
posar sus ojos en esa costura que nace entre las cejas y sube hasta perderse en
el cuero cabelludo. A menudo le gustaría poder decirle Casi no se te nota, tía.
Pero no puede, y no lo hace. A menudo Eva se da cuenta de que la gente le mira
la cicatriz incluso antes de mirarla a ella. Y siempre piensa lo mismo. Piensa,
aunque sepa que no es cierto, Eso que miráis me la suda, que lo sepáis.
Un día leyó Le echo mucho de menos. Y tardó
bastante en responder. Tanto, que no respondió nada. Y esa madrugada se
despertó varias veces, algunas de esas veces, gritando en la oscuridad de su
cuarto. Un grito sin ninguna palabra. Sólo un grito que la dejaba sentada en la
cama, incrédula y desorientada. Puede que bañada en sudor. O con la sensación
de estarlo. Y fue esa misma madrugada, entre despertar y despertar, con la
vigilia por encima del sueño, cuando pensó algo que no volvería a pensar nunca
más. O al menos no con tanto reparo. Pensó, como si le hablara a Ramón. Fui la
última tía en la que se fijó tu hermano. La última a la que se quiso follar. La
última que le dijo no. Y no sé por qué le dije no. Tal vez porque en ese
momento no me había tirado a nadie. Fui la última tía que le miró a los ojos,
la última a la que él le sonrió. Llevaba un polo y unas bermudas preciosas. Y
ese perfume. Cuando tú estabas volviendo de no sé dónde, habíamos metido los
pies en la piscina y él me rozaba debajo del agua. Me buscaba. Y no sé por qué
mierda me negué. Creo que fue acojone, porque me salí, porque me piré con una
excusa cualquiera. Y me arrepiento tanto de haberlo hecho. Tú no lo sabes pero
allí, en la piscina, estaba Fabián con nosotros, pegado como una lapa, por
supuesto haciendo el idiota. Grababa vídeos con su móvil nuevo. Tú no lo sabes
pero también hizo vídeos en el coche. Desde que me puse al volante hasta que
todo se acabó. Claro que tú no sabes que yo iba al volante aquella noche.
Escuchábamos una canción de 30 Seconds To Mars, de un cd tuyo que dejaste en la
guantera. Cuando cierro fuerte los ojos, vuelvo a oír los puñeteros violines.
Tampoco sé por qué escucho la parte de los violines. No lo sé. Y la voz que
decía algo así como Mira mis ojos, me estás matando, y yo todo lo que quería
eras tú.
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