Sacó una fotografía y me la tendió con pulso firme. La
analicé con aire competente. Se trataba del retrato, en satinado blanco y
negro, de una bella mujer de suaves y delicadas facciones. Su boca carnosa era
una incitación al pecado. Los pómulos bordeaban un rostro afilado e incitaban a
tocarlo, a perfilar la línea con la punta de los dedos. La mirada altiva, de
color indefinido, helaba la sangre incluso a través del papel baritado. Era
como un ser supremo e inalcanzable, como una de esas fogosas divas que posan en
las revistas de cine como si fueran maniquíes en un escaparate, luciendo su
belleza espectacular y despertando la envidia, el deseo y la lujuria de quienes
las admiran.
―¿Su hija?
―Mi mujer ―afirmó con arrogancia.
Sentí que me
atragantaba al contemplar la foto que, en ese instante, era como una reliquia
sagrada, como una postal con la efigie de una diosa de carne y hueso, tan real
como el hombre que tenía delante exudando poder. Sí, poder. Porque él la había
poseído. Y eso lo henchía del poder que da el sentirse dueño de alguien.
―Es bellísima.
―Lo es.
―¿Se dedica al negocio del cine?
―No, pero podría,
¿verdad? ―Asentí, admirada. Fue curioso, no podía acertar el color exacto del
cabello, pero casi podía entrever su textura sedosa―. Creo... estoy seguro de
que me engaña.
(…)
Él tomó un sorbo y se aferró al vaso como un náufrago a la
tabla de salvación.
—Tómese el tiempo que necesite.
―Estoy bien. Es que busco las palabras adecuadas para que
pueda entenderme. ―Me cayó mal aquel tío―. No me malinterprete. Una mujer no
comprende lo que siente un hombre cuando su esposa lo engaña.
―Ya, apuesto que no es lo mismo que cuando sucede al revés.
―Exactamente, no lo
es. ―¿He dicho que me caía mal?
(...)
—En caso de que eso fuera cierto, su esposa no es tonta como
para...
—Mi mujer es tan guapa como tonta —me interrumpió—. Y es muy
guapa, como ha visto usted. Ella vive en un mundo paralelo. Le prometes la luna
y espera que se la entregues envuelta en papel celofán y con un lazo rosa.
No objeté nada, pero Violet Grant tenía cara de todo menos
de tonta.
Hizo una pausa cargada de significado.
—No entiendo qué la empuja a sus brazos. Conmigo lo tiene
todo.
Todo no, cavilé, le
faltaba lo principal: su respeto.
―¿Cómo sabe tantas cosas de Besson?
―Tengo mis métodos.
Otra vez se mostró esquivo,
pero insistí. Tuve la intuición de que mi cliente era proclive a expresarse con
las manos y quise probarlo.
―Si yo fuera un hombre, ¿me
lo diría? ―Asintió a regañadientes―. Pues imagine que soy el señor Bladovich.
Al fin y al cabo, él leerá mis notas.
―Mi mujer me lo ha explicado. ―Dejó el vaso sobre la mesa―.
Ayer tuve una charla con ella, ya sabe.
Cerró el puño izquierdo e
hizo girar su alianza. Vi unos rasguños superficiales en los nudillos y la marca encarnada
provocada por la ausencia de otro anillo. La verdad, no me gustaría charlar con
él, tenía pinta de acabar llevando siempre la razón.
Por enésima vez, miré la imagen de Violet Grant. La
compadecí. Su belleza la había convertido en un objeto decorativo, en una
posesión. La razón que la había empujado a aceptar esa vida quedaba fuera del
alcance de mi lógica. Una chica que podía tenerlo todo con chasquear los
dedos... Clavé los ojos en sus ojos grises y ya no me pareció tan altiva ni tan
ardiente, al menos no la clase de ardor que había interpretado momentos antes.
En aquella mirada de papel satinado había tristeza, vacío, angustia. Y una
necesidad vital de afirmar con rotundidad que no pertenecía a nadie más que a
sí misma
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