El
barrio de San Marcial estaba formado por viejas uvepeós de cemento pobre. El constructor debía de haber empleado un
tercio del presupuesto en arreglarse los baños de casa, y algún concejal se
había comprado el anhelado pisito en Salou gracias a otro tanto. Todas las
fachadas eran la misma. Las diferencias iban por dentro, tanto de las casas,
como de sus habitantes. Algunas personas tienden siempre a sentirse minúsculas;
otras, en cambio, se creen mejores de lo que son y han elevado ese arte a la
categoría de alta cocina.
Falcón
era de los últimos. Había nacido en aquel barrio y lo conocía muy bien, todas
sus virtudes, que eran pocas, y sus miserias, que tampoco eran muchas. Se
detuvo frente a una pequeña tienda, una colonial llena hasta arriba de todo
menos de futuro. “Ultramarinos Señor Manel”, para qué más.
El
señor Manel hacía equilibrios tras el mostrador sobre un taburete de anea. A
ratos se balanceaba únicamente sobre las dos patas traseras, los pies firmes en
los travesaños; y cuando se sentía atrevido, incluso temerario, dejaba que todo
su mundo se sustentara sobre una única extremidad.
Era un
tipo de cara triste, el señor Manel. Por lo que le había tocado vivir y porque
la genética es así de cabrona a veces. Hacía tiempo que la piel del rostro se
le había escurrido y estaba manchada de herrumbre. A pesar de todo, conservaba
cierto aire de nobleza perdida; de conde, de duque o incluso de archiduque
arruinado en algún lejano casino de la Costa Azul.
Al ver aquella silueta detenerse frente a su pequeño
comercio, cada rincón de su cuerpo se revolvió, enfurruñó el ceño y su frente
se convirtió en un campo recién labrado. No hace falta ser un tío grande para
intimidar; de hecho, Antonio Falcón era todo lo contrario, así que se había
procurado puños como martillos pilones para compensar.
Se plantó frente al señor Manel y echó un vistazo alrededor,
aunque conocía la tienda al dedillo. «Es sorprendente la cantidad de metros
cúbicos de mala baba que caben dentro de un cuerpo tan pequeño», pensó el
comerciante.
—Deberías invertir algo más en tu negocio, que los chinos os
están comiendo la calle.
El señor Manel le aguantó la mirada:
—Chinos, moros, indios, paquis
o españoles, cabrones los hay en todas partes.
Falcón esbozó media sonrisa. El viejo tenía toda la razón:
—Al menos a los de aquí se os entiende, y uno, pues se hace
entender —replicó—. ¿Tienes lo mío?
Las fuerzas que tanto le habían costado reunir al señor
Manel para enfrentarlo volaron de golpe. Bastaron aquellas tres palabras; un
bolero. Negó con la cabeza y expuso el cogote. Cuando un hombre mira al suelo,
su derrota es absoluta, y Falcón lo sabía. El viejo esperaba la vizcaína.
—La cosa está mal —susurró mientras contraía los hombros y
el alma—. Apenas llego.
—Pues la próxima vez no votes a un gobierno de rojos y de
maricones —le espetó Falcón—. Os prometen el oro y el moro y luego rien de rien. Pero los de izquierdas
ahí, erre que erre, tragando como gilipollas mientras el politburó y los
sindicatos se os forran en la cara.
El señor Manel permaneció en silencio y, sin motivo alguno,
recordó la lección magistral que le había impartido un viejo camarada del Pecé hacía mucho tiempo; debía de intuir
que la vida no le iba a durar y recorría al pasado: «Si encierras a cuatro
comunistas en una habitación, se habrán escindido en dos facciones a la hora,
y, pasadas dos, en cuatro partidos». «Aquel hombre tenía más razón que un
santo», se dijo; y le recordó por qué había echado su militancia por el váter.
—Yo también soy un empresario, y ambos sabemos que en
cualquier negocio, la imagen lo es todo —continuó el tipo que tenía plantado
enfrente como si dictara la lección—. Cosa de reputación, ¿sabes lo que te
digo?
El tendero se lo sabía al dedillo.
—Así es la vida, viejo: o jodes o te joden. Y a mí no me
gusta que me den por culo, ya ves —concluyó Falcón.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato imposible de
precisar. Lo que para unos es un segundo, para otros dura la eternidad. Falcón
agarró al señor Manel por la solapa de su bata azul, la que siempre vestía
dentro del colmado, sacó la pistola que llevaba encajada en la trasera del
cinturón, la sujetó por la corredera y lo golpeó en la cabeza. Un único mazazo
con la culata y el cráneo se le resquebrajó como cristal bajo el cuero
cabelludo.
El viejo cayó de bruces sobre el mostrador mientras la
sangre teñía su pelambrera ceniza. No había perdido ni una hebra con el tiempo.
Falcón se apartó, los ojos fijos en el pecho. Dos gotas de sangre le habían
alcanzado la camisa.
—Me cago en la puta de Christian Dior.
Limpió el arma en la bata y la devolvió al cinto. Después,
apartó el cuerpo a un lado y abrió la registradora. Poca cosa. Cogió el botín y
se lo metió en un bolsillo mientras izaba el puente levadizo que daba acceso a
la trastienda.
Al regresar, traía consigo una pequeña caja de caudales. Su
mano tanteó la parte inferior del tablero de conglomerado y chapa hasta dar con
una llave sujeta con cinta adhesiva:
—Veo que sigues siendo un animal de costumbres.
El cofre de lata estaba lleno de billetes de cincuenta.
—Los tíos como tú me dais asco —lanzó, aunque sabía que el
señor Manel no lo escuchaba—. Venderíais a vuestra puta madre con tal de no
soltar la pasta, y luego resulta que no tenéis ni media hostia.
Falcón regresó al otro lado del mostrador, agarró un paquete
de clínex de una repisa, extrajo uno, ensalivó la esquina y salió de la tienda.
Ni siquiera se molestó en comprobar si el viejo respiraba. Se limitó a cruzar
la calle en dirección al bar que quedaba enfrente.
Avelino, el dueño, lo vio venir a través de uno de los
ventanales:
—Hijo de la gran puta.
Falcón entró como el vendedor que va a premiarse con una
copa tras el negocio cerrado. Un grupo de viejos jugaba al dominó ajeno al
monótono claqué de sus fichas sobre la mesa. Ni siquiera lo miraron, y, mucho
menos, se atrevieron a abrir la boca.
El Gordo era un local varado en los setenta con suelo picado
de ajedrez, barra taraceada y paredes de color inclasificable. El nombre no
respondía al tamaño de su dueño —aunque podría haberlo hecho perfectamente—,
sino al único golpe de suerte que había tenido aquel barrio en toda su historia:
un tercer premio en la Lotería de Navidad de 1971. El dinero llegó rápido y
fácil y se gastó del mismo modo.
Avelino parecía cebado como una oca a punto para paté, hasta
el extremo de que su enorme cabeza, esférica y pelada como una vieja bala de cañón,
había quedado degradada a simple canica. Falcón se dejó caer en su taburete;
cuando eres el rey, ya se sabe, tienes tu trono. Sobre aquel asiento de patas
largas, sus pies se balanceaban en el aire como los de un crío.
El dueño terminó de secar el vaso que sostenía entre las
manos y se acercó a regañadientes.
—Lo de siempre —le indicó Falcón sin levantar la vista de su
camisa—. Y un sifón.
Avelino cogió una botella de coñac, un Peinado de cien años
que el hombre se había hecho traer especialmente desde Tomelloso, y le sirvió
un trago de club inglés. Después, se agachó, cogió una botella de soda y la
dejó al lado. Falcón echó un chorro sobre un nuevo clínex y comenzó a frotarse
la camisa.
El dueño del bar aprovechó para desaparecer por la puerta de
la cocina y regresar al rato con un sobre y tufo a freidora. Lo depositó en la
barra con la cara gacha y el orgullo herido. Falcón se lo metió en el bolsillo
y, al levantar la vista, se fijó en los billetes de lotería sujetos a la pared
por una pinza. Al lado, un cartel escrito a mano ponía: «Hay Lotería de
Navidad». Y a su izquierda, en otro plastificado e impreso, podía leerse:
«47.550. Tercer premio de la Lotería de Navidad de 1971. Vendido aquí».
—Dame uno de esos, no vaya a ser que a Dios le dé por cagar
dos veces en el mismo sitio.
Todos giraron la cabeza al oír la sirena. La ambulancia
apenas cabía en la calle, por lo que tuvo que subirse a la acera y avanzar de
canto como en una película. El dueño del bar miró al tipo que tenía parado
delante. Un solo instante, como había hecho el señor Manel, antes de agachar
las orejas de nuevo.
Falcón apuró el coñac y brincó del taburete.
—Me haces trabajar, gordo —masculló, contrariado—. Y sabes
que no me gusta trabajar.
Una vez en la calle, fue al encuentro de la ambulancia. En
el momento en que uno de los sanitarios abría la puerta con más miedo porque le
desvalijaran el vehículo que prisa, echó mano a la chaqueta, sacó la cartera y
se identificó: subinspector Antonio Falcón, de la Policía Municipal.
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