LA SUPERIORIDAD (Alba Negral VII)
Por Manolo Polo
Nuestra oficina es grande, según los ejecutivos, espaciosa. El
domicilio de la Empresa nunca cambió. Al inicial cuarto dividido mediante
mamparas que fue el despacho de nuestro Fundador don Onofre, con ventanal a la
calle, y un antedespacho donde trajinaba la señorita Inmaculada (archivo,
almacén de muestras, secretaría y sala de espera), se le fueron añadiendo
cuartos limítrofes hasta ocupar toda la planta del edificio. Doscientos metros
cuadrados, ahora parte noble en su calidad de germen. Allí ostentan su
majestuosidad los despachos del Presidente y del Gerente, hijos del fundador.
Todos los demás bregamos en el moderno edificio anejo construido en la finca
colindante comunicada con el antiguo caserón.
La discreción es norma acá, la virtud más preciada la invisibilidad,
el mayor premio el anonimato. Aquí puedes entrar como el Cid Campeador, más
tres carreras universitarias, dominando cinco idiomas, orlado con una docena de
masters y no salir de don Nadie hasta que el personal olvide tu nombre y
apellidos y seas conocido por el cargo que desempeñes. ¡Qué trabajo se toma la
superioridad para pasar desapercibida! Aquí tu elegancia se mide por la
dificultad de describir tu indumentaria y modales, tan sencilla ha de ser; has
de mostrarte semejante a los Onofres pero diferente sin la menor estridencia.
La sabiduría y la experiencia de la autoridad establecida no se achica ante los
títulos universitarios ni reconocimientos foráneos.
Con estos pelos albinos sobre el poste curvado de mi silueta soy como
un faro que pregona singularidad. Aunque poseyera conocimientos sobrados,
inteligencia eminente, ambición de poder y el vicio del trabajo, aquí siempre
sería un don Nadie, una nota discordante. Si la media docena de discretos
mandamases no fueran protegidos en la misma medida que adulados, reverenciados
y adorados por toda una clientela de súbditos, le daría yo para el pelo a más
de uno. Tiempo al tiempo.
El primero SOR PRUDENCIA
Al Director de Transportes, responsable de la recogida de suministros
de proveedores y de la entrega a
clientes, persona anónima como es de rigor en esta casa, lo nombrábamos Araceli
y yo como Sor Prudencia por lo ordenado, meticuloso y esmerado en todos sus
actos. Un pelín exagerado. Como zurdo, exigía a la izquierda el ratón del
ordenador y el precioso vaso de cristal de Murano repleto de lápices,
bolígrafos y rotuladores; el teléfono a la derecha. Dado que él y su secretaria
Guadalupe, gente importante, entraban un cuarto de hora después que la plebe (y
salían media hora antes), teníamos margen para gastarles bromas. Bastaba
cambiar un elemento de izquierda a la derecha para alterarlos media mañana. Las
pobres señoras de la limpieza pagaban el pato. Para eso está la plebe.
Guadalupe, cincuentona, que también gustaba jugar a médicos, era muy
fea, tímida y vestía como una monja seglar, pero cuello abajo ocultaba un
cuerpazo prieto, cálido y de piel sedosa. Los preámbulos convenían arrimados
para no verle la jeta, solía morderle las orejas por ello, y ponerla mirando a
Cuenca para acabar la faena o arriesgarse a un susto de muerte cuando se ponía
a gemir y hacer muecas de gusto. Siempre de pie y rapidito. Daba buenas
propinas.
Un día, enterado por ella de que su jefe viajaría de jueves a lunes,
decidimos Araceli y yo pasar a mayores.
Entramos en el cuarto de aseo privado de Sor Prudencia y pusimos apaisado el
espacioso espejo rectangular que colgaba vertical sobre el lavabo. Sólo eso.
Cuando a primera hora del lunes el Director Gerente requirió la presencia de
Sor Prudencia en su despacho para comentar las incidencias del viaje, este se
miró antes en el espejo para asegurarse de la discreción de su imagen y su
apariencia entre invisible y transparente. ¡Qué sofoco cuando se contempló en
aquel reflejo dilatado! Su delgada figura apenas si era una ranura en medio de
la inmensidad de la panorámica, en un espacio ampliado hasta la desmesura su
presencia apenas si era una casi invisible línea divisoria. Desafinado el
equilibrio, se le trastocaron las proporciones, se le difuminaron sus propios
límites y con ellos se evaporaron la autoestima, el orden, la tradición y la
lealtad inquebrantable. Pero no pudo aplazar la rendición de cuentas. Frenético
y desasosegado, su informe verbal fue tan desastroso, tan descabalado, tan
ridículo, que irritó al Gerente. Sor Prudencia cayó enfermo de los nervios y
estuvo más de seis meses de baja. Demasiado tiempo. Perdió el puesto. Nos dejó.
Hoy regenta el más pulido kiosco de la ciudad. Da gloria contemplar la distribución
impecable de tanto artículo renovable. Yo lo visito de tarde en tarde y me
fijo, siempre aprendo algo que aplicar en el archivo. Ahora se llama “señor
Paco”.
2 comentarios:
Es estimulante empezar un domingo frío como el hielo con tan buena literatura. Gracias Manolo.
Estupendo relato Manolo.
Traviesa maldad.
Her.
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