Mi novia
puta y un colega menos (Un jodido fiordo noruego)
Desde mi ventana, el barrio
presentaba ese jodido paisaje gris de todos los días. Podía ver a los chavales
jugar al fútbol en el descampao. Otros estaban sentaos en los
terraplenes, fumando y con cara de malas ideas. Yo había jugado a hacer
desaparecer la resaca esnifando de un bote de pegamento como si me fuera la
vida en ello. Cuando terminé, el mismo paisaje gris me pareció un jodido fiordo
noruego, y eso que jamás había visto uno.
Cuando se me pasó el pedo, bajé a la calle. En la
puerta de la bodega me encontré con el Conejo y el Chino. Compré un litro de
cerveza y ellos se hicieron un porro.
—¿Cómo lo llevas, Botas? —dijo el
Chino.
—De puta pena, tronco. ¿Cuándo te
han soltao?
—Ayer, pero me como el marrón. Mi
hermano ha dicho que no tengo nada que ver en el robo, pero los maderos no se
lo han creído. El abogao, dice que me
como un año de correccional fijo.
—Qué palo. ¿Y cuándo será eso?
—No sé, dicen que cuando salga el
juicio. Puede tardar un mes o un año.
—¿Y tu hermano y sus colegas?
—En el trullo, de preventivos
hasta el juicio, menuda mierda.
—Bueno, no lo pienses, tronco. ¿Nos hacemos unas
cabinas?
—Puta madre —dijo el Conejo—. Pero nos vamos a otro
barrio, aquí ya nos tienen más vistos que el tebeo.
Nos fuimos hasta la carretera de Vicálvaro. Fichamos
un Citroen GS nuevecito. Abrimos la puerta con una tonta y le hice el puente.
Salimos a toda hostia y no paramos hasta la primera cabina en Vicálvaro. Nos
hicimos cinco. El Chino tenía un sistema infalible: maza y cortafríos. El
Conejo vigilaba y yo les esperaba con el carro en marcha. Nos hicimos con mil
duros, compramos unas cervezas y nos fuimos al Canciller, una sala de rock.
Dejamos el carro abandonado cerca de Ventas. Estuvimos escuchando música y
bebiendo. Buscamos al Brujo, que era el camello del Canci, y pillamos anfetas y
jachís. Después pillamos un taxi y nos fuimos a la Gran Vía a ver a las putas.
Cuando doblamos por Ballesta vi a la Charo. Llevaba minifalda, medias de
rejilla e iba pintarrajeada como cualquiera de las putas. La Charo era del
barrio.
¡Joder! La Charo era mi novia. Bueno, o algo
parecido.
El Conejo y el Chino se quedaron pasmaos. Más que por ver a la Charo, por
ver el careto que puse. Y el que puso ella.
Me fui hacia la esquina con una mala hostia que pa qué. La trinqué del brazo y la
zarandeé.
—¿Qué coño haces aquí, me lo quieres explicar?
—¡Déjame, Botas, vete a la mierda!
—¿Como que me vaya a la mierda? ¿Qué hay de lo nuestro?
—Lo nuestro es una mierda, igual que todo. Mi madre
está enferma y mi hermano es un yonqui de mierda. ¿Me vas a dar tú todo el
dinero que necesito?
—¡Sabes que siempre te he ayudao en lo que he podido, joder. Lo último que esperaba era verte
aquí!
Las voces habían alarmado al personal, así que
pronto nos vimos rodeados de las otras putas y de gente morbosa con vidas
vacías. No le vi venir, pero un nota gigante me cogió de la cabeza y me alzó a
pulso. Yo pataleaba y de vez en cuando le acertaba una patada en el pecho. Fue
el Chino el que sacó el estilete y le empezó a dar puñaladas en los costados.
Me metí una hostia contra el suelo en cuanto me soltó. Me incorporé y le metí
una patada en los huevos. El Chino seguía clavándole el estilete, como si estuviera
pinchando un melón o algo así. Finalmente, el nota cayó al suelo sobre un
charco de sangre. A esas alturas, la gente y las putas gritaban como si las
puñaladas se las hubiesen dado a ellos.
—¡Le habéis matao,
hijoputas, le habéis matao! —gritaba
la Charo.
—¿Es tu chulo? —le pregunté.
—¡Estáis como una puta regadera, joder!
—Agua, Botas —dijo el Conejo.
Salimos corriendo y solo paramos cuando nos hubimos
alejado lo suficiente. Yo llevaba a la Charo agarrada del brazo. Se le había
corrido el rímel y la pintura de los labios. Estaba preciosa. Vale, era una
puta, pero estaba preciosa. Al menos no podría volver a la misma esquina.
Cogimos un taxi y nos fuimos al barrio. La Charo
dijo que no podía plantarse en el barrio con esas pintas, pero no la hicimos caso.
Me llamó hijo de puta. Le di un par de hostias. Ella se echó a llorar. Le metí
dos talegos en el bolsillo de la minifalda sin que se diera cuenta. La llevamos
hasta el portal de su casa. Después engañamos al taxista y le quitamos la
recaudación en una calle apartada. Teníamos pasta, pero era la costumbre. Se
quiso hacer el valiente, aunque se le bajaron los humos en cuanto vio al Chino
con el estilete en una mano y el cortafríos en la otra. La culpa fue suya por
saltarse la estricta norma de los taxistas: no entrar nunca en nuestro barrio.
Al final se fue y nosotros nos comimos las anfetas que nos quedaban. Después,
compramos un litro en la bodega y nos hicimos un peta en un banco del descampao.
—Vaya putada, Botas —dijo el Conejo.
—¿Vosotros lo sabíais?
El Chino y el Conejo se miraron y bajaron la mirada.
No hizo falta que me contestaran.
—Pasa de ella —dijo el Chino.
—Voy a por una papelina de caballo —dijo el Conejo.
Al rato estábamos calentando la cucharilla. El
primer pico se lo dio el Conejo. Antes nos había comentado que solo había una
chuta y nosotros sabíamos que pincharnos con la misma tenía sus riesgos. Pero
eran las dos de la mañana, a ver dónde coño conseguíamos otras dos. En esos
momentos no piensas en lo que te pueda pasar. Solo piensas en el jodido caballo
entrando por las venas. Y en que eso es lo que hay. Eso o nada. Así que me até
la goma al brazo y me metí el pico. Cuando el caballo entró por la vena ya no
había Charo. No había barrio, no había nada, ni miseria ni desesperanza. Flipé
como solía hacerlo y después me quedé dormido. Soñé que vivía en una casa
grande, en una montaña nevada con vistas a un lago enorme. Otra vez el jodido
fiordo noruego. Lo mismo en otra vida había sido vikingo, vaya usted a saber.
Cuando desperté, el Conejo estaba zarandeando al
Chino.
—¿Qué pasa, tronco?
—¿Que qué pasa? ¡Este no se despierta, tío! ¡La
hemos cagao, joder, la hemos cagao!
No soy médico, nunca llegaría a serlo. Pero no hacía
falta ser muy listo. El Chino estaba blanco, con los ojos abiertos y frío como
el mármol.
A su entierro fuimos el Conejo,
los padres del Chino, cinco o seis personas que no conocía y yo. También iba a
ir la Charo, pero más tarde me enteré de que tenía un servicio. Al hermano del
Chino no le dieron permiso para ir a darle el último adiós a su hermano.
¡Hijos de puta!
La había palmao a los dieciséis. Por unos momentos me pregunté que por qué
él y no el Conejo o yo. A veces pensaba, pero pensar me daba mal rollo. Como
mal rollo me dio ver a la vieja del Chino gritando y a su viejo rígido, con la
mirada perdida. Su madre perdió los papeles cuando los currantes cerraron la
lápida. Le metió un jamacuco y se la tuvieron que llevar en una ambulancia.
El Conejo me dijo que le
acompañara a dar un palo, pero me fui a mi casa. Lloré en silencio. Me abrí un
tercio de cerveza y me fumé un porro. Después estuve un buen rato esnifando
pegamento. Los pensamientos desaparecieron de mi cabeza como por arte de magia.
Al mirar por la ventana, el barrio volvió a parecerme un jodido fiordo noruego.
1 comentario:
Una novela como pocas, me llegó muy adentro y, saber que forma parte de una trilogía me hace entrar en el frenesí lector de "saca la siguiente" La lectura si que es una droga, y dura además :D
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