Revancha
Por Juana Oleza
Creo que Willy Uribe en esta
novela sin concesiones, Revancha, hinca el bisturí en lo que podríamos
llamar “la maldad” de una serie de personajes.
“La banalidad de la maldad” descrita por Hannah Arendt
está en los personajes de Juan, Anselmo, Ricardo y sus mujeres y suegro (éste
último añade un componente de brutalidad chusquera y por lo tanto un nuevo
matiz) Y suscribo lo que aportaron Amalia y Paco sobre las mujeres, éstas están
siempre vistas en su relación con los hombres, nunca por ellas mismas.
El único principio que rige sus vidas es mantener el estatus en
el que viven sin cuestionarse sobre las consecuencias de sus actos. Están
dispuestos a vender su alma al diablo antes de modificar un ápice su forma de
vivir. Pueden vivir sin remordimientos porque nunca se han preguntado por el
bien o el mal de sus acciones, sólo por la utilidad de las mismas.
“La maldad luciferina” la encarnan Miguel Montes y
Legazpi. Seres agudos (yo nunca llamaría a eso inteligencia) capaces de urdir toda
una trama de destrucción “para divertirse”. Una especie de reto o de juego para
poner a prueba su capacidad estratega, su poder manipulador, para colocarse su
medalla de “ganadores”.
Para poder ser como son, estos malos luciferinos, y poder poner
en pie su juego necesitan de la existencia de esos otros malos “banales” que
aceptan cualquier juego que refuerce su estatus. Hay una interdependencia.
Todos ellos comparten el espacio de una Urbanización
residencial, cerrada, vigilada y en donde falta el agua (a mi forma de ver,
elemento simbólico. El agua es un elemento esencial para la vida).
Con estos mimbres pone Uribe a arder la hoguera. Lo que resulta
más interesante es el seguimiento que hace de estos personajes, seres mediocres
y amorales. A pesar de la gran tensión creada la violencia física está más
sugerida que descrita y para mi ése ha sido un auténtico mérito de Uribe. Hay
suspense de principio a fin, pero el autor no hace ni una sola concesión
ni a la sensiblería, ni a la esperanza, ni a la carnaza que está todo el tiempo
sugerida. Crea un ambiente asfixiante que tiene al lector en ascuas. El miedo
está en lo cotidiano y doméstico, en la presencia de un cuchillo, en el reflejo
del espejo, en la puerta abierta que uno creía haber cerrado, en el crujir de
la casa. Desde las primeras páginas se sabe que hay dos seres malvados y desde
entonces, la presencia de Miguel, que atraviesa toda la novela, va a impregnar
de dudas, sospechas y amenazas el gesto más inocente, el objeto más sencillo.
Todo queda sumergido en esa maldad que está detrás de lo aparentemente
“normal”, como las fotos de su libro “Allí donde ETA asesinó”. Lo
estremecedor es que sabemos, que en ambos libros, esa “normalidad” encubre una
monstruosidad.
El autor no afloja ni un solo momento, no hay redención, no hay
esperanza, todo lleva a la destrucción. Y, a pesar de que, nuestro pie tiende a
frenar en nuestro asiento de copiloto no hay freno posible. Queremos frenar
porque Willy Uribe juega estratégicamente con una serie de elementos que nos
hacen concebir ilusiones. Un partido de fútbol, un juego democrático que
permite que un equipo pequeño, pobre, pueda ganar a uno de relumbrón. Da igual,
nos dice el autor, aunque el personal subalterno gane en realidad pierden,
siempre pierden. Hemos caído en la trampa de Uribe y hemos deseado con Edwin
canalizar el odio, el rencor, la rebelión y ganar el partido, recuperar el
orgullo y la autoestima. Pero también sabemos, como el autor, que es una
victoria banal, el gran juego está perdido, los “indios” son “indios” con
orgullo o sin él, en definitiva los grandes perdedores de esta sociedad.
Hemos caído de nuevo en la trampa de Uribe con Janyce, hemos
querido que apareciera aunque sólo fuese un pequeño gesto de empatía de Miguel
hacia algún ser humano. Pero este ser no tiene cabida en el juego, no se le
aplasta pero se le aparta.
Y hemos vuelto a caer en la trampa con Helena, el único ser que
ama, ese personaje que el amor hace que tenga orgullo y ponga límites y huya de
la asfixia de la
Urbanización , pero a la que finalmente el amor, el querer
saber, la conduzca a la destrucción. Una vez más Uribe nos arranca la ilusión.
No obstante, a mí me ha interesado mucho el tema sugerido, el porqué se ama a
una persona que sabemos que no merece ese amor y porqué se necesita encontrar
una razón lógica para poder romper con lo que nos encadena a esa persona cuando
bien sabemos que es algo de tipo emocional. Aquí, Uribe incide en aquello de
que el amor nos ofusca y no nos deja mantener la mente clara y alerta.
Hemos caído, los lectores, en la trampa de ilusionarnos con
Peter Páramo, sin recordar que a Pedro Páramo le mata el miedo de los susurros
que surgían de las casas de Comela. Hubiéramos querido que fuera capaz de
sacarla del zulo donde ha sido enterrada. Y una vez más el autor nos ha dejado
con el alma como una lenteja. No hay salida del zulo.
Al final de la novela el enfrentamiento entre los dos malvados
“luciferinos”, también nos hace sentir una cierta esperanza, sólo uno de ellos
puede liquidar al otro y a mi parecer da igual quién se cargue a quién, entre
malvados anda el juego. De todos modos, me parece un nuevo acierto del autor
que sea Miguel el que gane, es el final más amargo. La esperanza no puede
llegarnos ni desde ese lado del infierno.
Todas esas trampas de Uribe están ahí para hacernos más dura,
más tensa la lectura de la novela. Si no hubiese momentos de esperanza
rompiendo tanta maldad seguida, tanto personaje gris, el libro nos hubiera
cansado
3 comentarios:
Muchas gracias, Juana, una vez más, por tus Iluminaciones.
A mí me parece que esto es una lucha clásica entre la luz y las tinieblas, pero en este caso con dominio luciferino del juego, lo que rompe el clasicismo. Creo que los personajes viven dos vidas: la real y la de las apariencias (el mundo sensible y el de las ideas, que diría Platón) y la pared que permite que estos dos mundos estén separados es “la mentira”. Por ello creo que aunque parece que la amenaza es Miguel Montes, la amenaza en realidad está en el interior de cada personaje. La amenaza que cierne realmente sobre cada personaje no es Miguel Montes sino la verdad. Que caiga el muro de la mentira y que todos vean quién es en realidad; o dicho de otra manera, que todos puedan verse las caras sin las máscaras en esta fiesta de disfraces que, a veces, a menudo, es la sociedad. Así, desde este punto de vista, podría decir que Miguel Montes es tan bueno o tan malo como el resto de personajes, pero un poco más “listo” y osado: se muestra tal como él es y amenaza con mostrar a los demás de la misma manera. Creo que la crudeza de la novela no está solo en la falta de empatía de Miguel Montes o su capacidad para urdir e improvisar las distintas tramas y mentiras, sino que Miguel Montes, el malo malísimo, es juez y parte de todo cuanto sucede, y eso es algo que puede parecernos tan real…
Hago una adenda a mi propio comentario anterior. El tipo de opresión desde el interior que padecen los personajes me recuerda mucho al que practica Michael Haneke en sus películas.
Sencillamente magistral, Juana.
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