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jueves, 8 de octubre de 2020

Un avance de Ladrones de tinta

 



—¿Lo conoces? —me preguntó tendiéndome un papel con un nombre escrito.

—Also Hernández de Avellanera —leí. Me costó descifrar la letra. Estaba escrito a vuelapluma, y no precisamente con una bien afilada.

—Alonso Fernández de Avellaneda —me corrigió—. ¿Lo conoces?

—¿Debería?

—¿Es que no tienes amigos escritores? —preguntó inclinando un poco la cabeza.

Su mirada no presagiaba nada bueno. Los ojos se le almendraron y sentí que Damián se agitaba inquieto detrás de mí.

—Alguno —respondí sin mucha convicción—, pero no. No he oído hablar nunca de Avellaneda. De todos modos, usted conoce a más escritores que yo. De hecho, la mayoría de los que conozco ha sido a través suyo.

Don Francisco me miró con cara de cansancio, parapetado detrás de sus negras cejas. Después de dudarlo un poco, continuó.

—Éste no es un autor famoso, ni siquiera con futuro. Es basura.

—Entonces… ¿Qué interés tiene en él?

—Me la ha jugado. Ese hijo de perra me la ha jugado. Me ha jodido, ¿entiendes? Jodido.

 (…)

—Ese tal Avellaneda, un hijo de mala madre, acaba de publicar un libro que se titula… adivina.

—Ni idea —respondí alzando los hombros con desgana. Si esperaba a que lo adivinase podíamos pasar allí toda la noche.

—La Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha —dijo casi escupiendo las palabras.

 (…)

—¿Y qué pinto yo en todo esto? —pregunté incómodo.

Robles pareció reflexionar. Por fin, dijo:

—Quiero conocer a ese Avellaneda.

—¿Quiere hablar con él?

—Quiero que lo encuentres y me lo traigas —dijo recalcando las palabras. Sentí un escalofrío. Su mirada permaneció fija en la mesa. Algo me dijo que no era conversación lo que buscaba el jefe.

Ladrones de tinta, Alfonso Mateo-Sagasta.

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