—Contésteme a una sola cosa, doctora —le interrumpió Carrascosa—. ¿He
estado muerto o no?
—Vamos a ver, Antonio, hay un componente natural en el cerebro que actúa
como la ketamina. ¿Sabe lo que es la ketamina?
Carrascosa negó con un movimiento de cabeza.
—Es una sustancia con propiedades analgésicas y anestésicas que provoca
alucinaciones. Se utilizó en la guerra de Vietnam en soldados americanos, de
modo que imagínese lo que ese componente natural puede crear en nuestro
cerebro.
—Pero doctora, usted cree en la medicina, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Tengo entendido que sus máquinas indicaban que mi actividad cerebral
era nula, y que eso supone la muerte cerebral, ¿cierto? —Carrascosa hablaba
seguro de sí mismo—. Entonces, ¿de dónde vienen mis recuerdos si el cerebro
estaba inactivo? ¿Dónde se almacena la memoria, doctora?
Nadia cambió el peso del cuerpo sobre la otra pierna y se le escapó un
suspiro tenue, de esos que no pasan inadvertidos a las personas como Antonio.
—Bueno... —empezó a decir.
—Doctora, yo no he visto ningún túnel, pero sí he visto algo.
—¿El qué, Antonio?
—A usted. A una mujer de ojos de color miel, delgada y con una gorra de
cirujana con dibujos de delfines. Su bata era verde. Era como si todo lo
contemplara desde ahí arriba —añadió señalando con un gesto de cabeza hacia el
techo. Nadia tragó saliva y se quedó inmóvil—. No parece usted muy alta. Es
poquita cosa, si me permite que se lo diga.
Nadia arqueó las cejas.
—No es usted el primero que me lo dice.
—¿De qué color tiene el pelo, doctora? El gorro de los delfines me privó
de ese detalle.
—Melena rubia y rizada. Rebelde, según mi peluquera.
Carrascosa le regaló una sonrisa sincera.
—¿Sabe lo que más me ha impresionado? Verme las canas y lo gordo que
estoy —dijo con una intensidad de voz que se fue apagando—. Me he convertido en
un anciano, doctora.
Carrascosa permaneció callado durante un instante, el mismo en el que a
Nadia se le aceleraba la respiración.
—No es esa la impresión que yo tengo de usted.
—Pero ¿no es todo increíble? —preguntó el paciente ante el tono neutro
de Nadia.
—¿Qué más ha visto?
—A una de mis hermanas, doctora. Andaba atareada cuidando de su suegra y
de sus nietos. Ella era la que me cogía de la mano y me repetía que vivía en
miércoles. En miércoles, doctora —repetía Carrascosa como una letanía—. Ha sido
hermoso.
—Antonio, ¿qué hay de hermoso en vivir eternamente en miércoles?
—Mi hermana me decía que todo está aquí. —Se golpeó el corazón con el
puño cerrado—. Que la memoria se almacena en el corazón, doctora.
—¿Qué más, Antonio? —Nadia repitió la pregunta con cierto temor. Con sus
manos trazó en el aire una secuencia de crestas frente a los ojos del paciente.
Antonio cazó al vuelo una de las manos de la cirujana y la abrigó con
las suyas.
—No se esfuerce. Todo sigue igual.
Y a esa expresión le siguió una somera descripción de los utensilios que
integraban el quirófano incluida su exacta ubicación. Hizo referencias precisas
a los colores de cada uno de los gorros que llevaban los integrantes del equipo
médico. Incluso se permitió bromear sobre los generosos pechos de una de las
enfermeras y lo ajustada que le iba la bata que la cubría. Nadia atendió a la
narración entreverando temor y fascinación.
La cardiocirujana abandonó la habitación confundida. La mente científica
que gobernaba su existencia se desmoronaba ante los hechos. Imaginó una posible
conversación con Arturo, quien además de haber sido su pareja era el jefe de
Neurología. Camino de la sala de descanso sopesó los derroteros de esa charla.
Él le diría que tras la muerte no hay nada. «Nacemos, los tontitos e inseguros
se reproducen y todos nos morimos, nena, fin de la historia.»
La crítica a la paternidad era una especie de bandera que él no dudaba
en ondear en todas las reuniones sociales. Una reivindicación a la que Nadia
llegó a sumarse sin mucho afán, pero desde hacía un tiempo sentía que en lo más
profundo de su ser una vocecita empezaba a no estar tan de acuerdo. La
prepotencia de Arturo fue determinante para que ella no luchara por recuperar
la relación. Sin duda alguna, Arturo acabaría burlándose de ella ante la mínima
mención de un atisbo de trascendencia. Terminaría subestimándola una vez más.
Afirmaría que «un cardiocirujano es un jugador de segunda división, que el
cerebro era la verdadera Champions League de la medicina y que, por supuesto,
no siguiera alejándose de la ciencia, que eso es propio de la gente vulgar».
Nadia estaba convencida de que no cambiaría la opinión de Arturo aunque le
contara hechos concluyentes y tan irrefutables, como que Antonio Carrascosa era
ciego desde hacía treinta años y que lo seguía siendo tras el baipás
practicado.
Tres minutos de color, Pere Cervantes 2017
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