Hora de conocer a los ganadores de nuestro certamen.
Señoras y señores, negritos todos, ahí van, en riguroso orden alfabético, los
tres micros premiados en nuestro I concurso de micro fan fiction, galardonados
con sendos lotes de Julio Cabria.
Enhorabuena a todos, y pronto, también el resto, que no me
cansaré de repetir que muy bien podrían haber sido los afortunados.
LAS CUCARACHAS
Marta Buendía
Cuando uno recibe una mala noticia y además
inesperada todo a su alrededor queda mudo, y sólo se percibe un pitido agudo
que produce una extraña paz, parecida a sumergirse en una piscina y tocar el fondo.
Así se sintió el Vitriolo cuando el
Botines le comunicó la muerte de Nadia.
“Tanto tiempo preparándola para ser una buena soplona y ahora se la cargan,
joder”. Eso le dijo en el entierro. Nadie llevó flores. Nadie lloró.
Nadia y el Vitriolo se habían
conocido hacía un año, el Vitriolo era un profesional, un traficante de
palabras, las palabras son poderosas, como oro invisible, siempre había
trabajado solo, libre, con sus camisas de colores, su coleta lacia y su cojera.
Pero el Botines le contrató. Al principio no daba crédito a su encargo, enseñar
la profesión a una mujer, era una locura.
Lo que hacía el Vitriolo era un arte, pero la suculenta suma y las
razones ofrecidas le convencieron, en un mundo de hombres nadie sospecha que
una mujer pueda ser tan importante como
para causar problemas.
Y así comenzó su extraña relación de
profesor-alumna, Nadia aprendía rápido, era dulce y discreta. El Vitriolo
disfrutó enseñando.
- Entonces ¿somos
traidores? -le preguntaba.
- Sí, uno debe saber
lo que es.
- Pero a veces
traicionamos a los malos… eso nos
convierte en…Vitriolo…somos ¿buenos o malos?
Y el Vitriolo no supo que contestar.
Ahora frente a su tumba sin flores
ni lágrimas, el enterrador intentaba matar a unas cucarachas que caminaban por
el mármol.
-No son buenas, ni
malas, pero a la gente no le gustan- dijo el hombre al Vitriolo.
- No las mate,… son
supervivientes. –contestó el Vitriolo y allí se quedó un buen rato, frente a la
tumba de Nadia, sin flores ni lágrimas.
LA
DAGA DE PANDORA
Por Amparo Prados.
Cuando un ruido a su
espalda le anunció que la habitación tenía otra entrada, se quedó esperando. En
las películas ahora aparecería la imponente Nadia, y sin mediar palabra caería
rendida en sus brazos, todo el mundo sabe que las treintañeras de buen ver
aspiran a proporcionar un momento de placer al primer detective madurito que se
cruza en su camino.
Quedó esperando
sentir su aliento, allí estaba, le susurraba algo al oído, Cabria no entendía,
era un sonido dulce, cadencioso, se dio cuenta que le hablaba en italiano. Se
giró y encontró esos ojos cual agujeros negros, por los que no le importaría
colarse y quedar atrapado para siempre.
-Has encontrado a
Pandora. Por fin. ¿Quién más me está buscando?
-Sabes que no puedo
decírtelo, pero podemos jugar a averiguarlo. ¿Hace un strip-poker?
Nadia sonrió. Justo
es lo que estaba ella pensando, jugar al strip-poker con semejante perdedor.
Pero quería saber quién andaba tras su pista, no podía permitirse que alguien
la encontrara, que descubriera su identidad. La vida le había ofrecido pocas
oportunidades, por eso tuvo que aprovecharlas, y nada mejor que dejar que
piensen que eres un elemento decorativo, una “madonna” entre cuyas cualidades
no se encuentra la inteligencia. Había puesto a su hermano a salvo, siempre
cuidando de él, todo por él. Ahora tenía que salvarse a sí misma.
Cabria la miró. Ella
le dijo –vamos, pregunta-. El hizo su apuesta, -¿acaso no eres tú esa Pandora a
la que buscan?
Ella rió. Vaya, se
había descubierto su tapadera.
-Efectivamente,
Julio. Has acertado, yo soy Pandora, ya me has encontrado. Es justo pagar la
prenda ¿no?
Deslizó sus dedos
largos y blancos por el escote, sacó la daga de entre los pechos, y la clavó en
el corazón de Julio. Es el precio por encontrar a Pandora.
CARTAS ERUDITAS Y CURIOSAS
Por Antonio Santos.
El olor empalagoso
del Croquipán se colaba como un ladrón por la ventana en aquella tórrida noche
veraniega en la calle Antonia Callas de Puente de Vallecas. Anaximandro tenía razón, porque en una mesa
camilla cubierta por un tapete verde se resume todo el mundo y nuestra
existencia.
Era la primera mano,
es siempre la más importante, porque define el resto del juego, junto a la
última, porque después de ella ya no hay nada.
En la mesa, para jugar a las siete y media sin banca, un juego tan
sencillo que cualquiera puede perder: Carlos Escobar, el anfitrión, un paisa de
Medellín que presumía de dar plomo en su país pero que aquí se dedicaba al
reparto de paquetería y al menudeo, Arturo Lamela, un profesor jubilado de la USC, Julio Cabria, un
rompecamisas a jornal, Alicia , simplemente Alicia o Cariño, una anoréxica de
tetas recolocadas que no sé a quién de los otros tres se la había chupado para
estar ahí, y yo, un estudiante que vivía de sus padres y trabajaba en el Burguer King de esa misma calle para
pagarse algunas partidas como la de esa noche.
Cerraba juego. Todos antes de mí pidieron carta excepto
Julio Cabría, parecía que tenía un siete y era un jugador conservador, así que
yo, con un siete en el tapete pedí carta: un tres. Las apuestas subieron, sobre la mesa, además
de dinero contante y sonante, había joyas y móviles. Cabria jugaba fiado por Escobar desde hacía
ya dos apuestas bajo la consigna: las
deudas de juego son deudas de honor.
Levantamos cartas. Todos nos
habíamos pasado, faltaba Cabría: un dos.
Entonces Lamela sacó un libro de su maletín y se lo dio a Cabria.
-
Lee la
undécima cuando tengas tiempo.